"Creo que creo en lo que creo que no creo. Y creo que no creo en lo que creo que creo" Vicente Huidobro

sábado, 17 de diciembre de 2011

Por esas pequeñas distracciones...

La vida se puede transformar en algo mágico, ¿Saben? Ese camino rutinario, y aburrido, puede tornarse toda una aventura, algo totalmente nuevo qué descubrir. Todo está en esas pequeñas cosas, esos minúsculos gestos, olores y sabores, esas miradas taciturnas, ese humo extraño en las calles... cuando una quiere, todo puede ser especial.
Al comienzo del viaje, probablemente no prestemos atención. Estaremos ocupados hablando con nuestra acompañante, o vigilando al hermano menor, quizás resguardando la cartera de cualquier posible robo. Pero cuando se hace el silencio, y se empieza a caminar con tranquilidad, se pueden ver las cosas de un modo único, particular, como en cámara lenta, algo que es cosa de todos los días se vuelve importante de un momento a otro.
Ese gato a lo lejos, en el tejado, que te mira sin mirar a través de sus ojos oscuros, esos que no podés dejar de ver, al tiempo que observás su pelaje blanco, y su paso sigiloso por sobre el techo de la casa, como si esperara que nadie lo descubriera a pesar de que tú lo estás mirando. Y, cuando el árbol más próximo al hogar lo aparta de tu vista, de pronto sientes un aroma hermoso, y respirás profundamente para sentir esa preciosa sensación, ese aire húmedo, la brisa que anticipa la tormenta, y de pronto mirás el cielo, esas nubes grises, asombrosas nubes grises, que se amontonan en el fondo, hasta casi volverse negras. Y después mirás las baldosas. Estarán rotas, sí, pero ¿Qué historias esconderán? ¿Qué cuentos, que nunca serán contados? Quizás, aquí, en este mismo sitio, alguna vez alguien recibió su primer beso. O su primer flechazo, más importante aún. ¿Y qué habría ocurrido antes de que ese pedazo de cemento existiera? Sin duda, tierra. ¿Pasto también? ¿Y es que, no podía haber pasado por allí un conejo, con todo su esplendor, un pequeño mamífero corriendo sin cesar, apurado tal conejo blanco en el País de las Maravillas? 
Estos pensamientos, sin duda, no durarán más que unos pocos segundos, porque esas flores a tu izquierda, esa Santa Rita que asoma por las rejas de la casa más cercana, cuyos pétalos violáceos y pálidos se asemejan tanto a pedazos de papel... papel artesanal, quizás. Y ese aroma delicioso que desprenden, ese aroma único e incomprensible... Ah, pero la caminata es rápida, y solo queda un vestigio de recuerdo de aquella flor, pues aunque todo lo veas en cámara lenta, en realidad pasa a tu lado con rápidez, y solo queda doblar a la izquierda, cruzarte con las verdes hojas de un álamo negro, ¿Será uno realmente? Pues si no lo es se le parece. Y el humo de tabaco, del fumador que tienes al lado, ese humo que torna el aire en una materia imposible de respirar, para tí no existe, porque te has quedado viendo un par de ojos redondos. Redondos y verdes, de un verde esmeralda que jamás habías imaginado, y dentro de ellos un azul profundo y oscuro, pero no tan oscuro como el pelaje del pequeño gato negro. Y te acercas cautelosa, sin poder apartar la vista de esa mirada seria y curiosa, esa mirada de la que no puedes escapar porque muestra tanta sabiduría, tanto amor y, quizás, sufrimiento, esa mirada sabia que solo puedes entender al ver a estos felinos, esa que te recuerda lo que aprendiste sobre la caza de brujas. Muchas mujeres murieron pero, ¿Y los gatos? ¿Alguien contó a los gatos? Y los negros eran los peores... pero eso no importa. Se siguen mirando, y te vas agachando a medida que te acercas... y alguien lo espanta. Ha ido a la casa de un vecino y no podrás intercambiar miradas, no podrás acariciarlo y preguntarle qué es lo que le inquieta, así que ya está, sigues de largo. 
De pronto te vuelves a sentir liberada, y sientes ese olor a metal oxidado, sumergido en agua, algo típico de tormenta, o de cuando una se avecina, que te ataca según tu humor, pero como hoy estás bien, ese aroma es simplemente perfecto. Dan ganas de que la tormenta empiece en el instante, pero no lo hará.
Y en el paredón de una casa, uno que apenas supera tu altura, se encuentran dos gatos, uno oscuro y otro claro, con manchas en su pelaje, dos felinos corteses que no dejan de mirarte fijamente, con más interés que tú a ellos, como si te estuvieran juzgando, de algún modo, pero no incomoda, pues son amables y solo observan en silencio, con un aire superior pero bondadoso, y te preguntás si te los cruzarás de nuevo, quizás, en una ocasión en que puedas detenerte y oír su veredicto.
Entonces, respirás profundo, sonriéndoles antes de seguir, y antes de sentir ningún nuevo aroma ni nada, te lanzas a la calle vacía mientras sientes que el cielo se ha nublado, que está gris ahora, pero alegre, más alegre y placentero que nunca. Una picazón en la muñeca. Sabés que no es nada. Seguís caminando, sin poder prestar atención a otra cosa... ¿Y si es un insecto? Entonces alzás el brazo y no hay nada. Seguís, pero la picazón persiste. ¿Para qué aguantarse? Una mano sobre la otra, y problema solucionado. Ahora sí. Pero la picazón se trasladó a tu cuello, y se vuelve insoportable. Entonces deseás que comience a llover, porque cuando el agua caiga no te preocuparás por nada... pero no lo hace. Entonces sientes el aire de nuevo y todo acaba. Has llegado.
Y no puedes prestar atención a las cosas bonitas, porque ahora vas a estar ocupada, hay que hacer cosas, hay que hacer cosas... Mirá, ¿No es el gato negro que se te había escapado?